Es una prueba para las instituciones
Los tiranos se están yendo impunes, y casi nadie se inmuta.
Por primera vez en años, estamos presenciando múltiples puntos de tensión, momentos en los que el mundo solía mirar hacia organismos internacionales como las Naciones Unidas en busca de claridad. Sin embargo, lo que vemos ahora son líderes autoritarios poniendo a prueba los límites del sistema. ¿Hasta dónde pueden llegar? ¿Qué consecuencias, si es que hay alguna, realmente enfrentarán?
Todo comienza con regímenes políticamente desalineados que buscan probar la voluntad de “Occidente”. Presionan botones para ver la reacción. Un caso concreto: la reciente y voluntaria decisión de Nicaragua de retirarse de la UNESCO. A simple vista, parece irrelevante, ya que la UNESCO tiene poca presencia concreta, pero en realidad señala algo más profundo, la erosión de nuestro marco institucional internacional.
La misión original
Antes que nada, más allá del rol específico de cada agencia de la ONU, el propósito original de la creación de estas instituciones fue ambicioso y, sin embargo, vago, “mantener la paz y la seguridad internacionales”. Esta ambigüedad dejó espacio para interpretaciones diversas. En algún momento, la misión se desdibujó. Es como si nadie estuviera allí para poner los pies en la tierra en medio de un salón lleno de ideas desbocadas. O quizás sí había voces sensatas, pero no fueron lo suficientemente convincentes. De cualquier modo, el resultado es evidente, una deriva institucional que trae consecuencias.
¿Cuáles son los costos de abandonar una estructura que, para bien o para mal, ayudó a evitar otra Gran Guerra? Incluso si la Sociedad de Naciones fracasó en impedir la Segunda Guerra Mundial, y la ausencia de conflictos globales puede atribuirse a la disuasión nuclear y al paraguas militar de la OTAN, el orden institucional posterior a la guerra cumplió un papel al ofrecer un espacio para una diplomacia basada en normas.
Aquí es donde el debate cambia hacia la evolución institucional, o, como algunos argumentarían, la involución del marco que dio origen a entidades como la ONU. ¿Qué ganan realmente los países al permanecer en el club? ¿Y qué ocurre cuando el club cambia, o peor aún, se descompone?
La descomposición no es solo una cuestión de irrelevancia o ineficiencia, se trata de credibilidad. Las mismas instituciones encargadas de salvaguardar normas y valores han, en algunos casos, violado esos mismos principios. Ejemplos sobran, los casos documentados de explotación sexual por parte del personal de UNICEF en la República Democrática del Congo, o los abusos reportados por Human Rights Watch en Haití. La corrupción y el abuso han minado la legitimidad de la ONU, al igual que los repetidos fracasos de las misiones de paz que dejan claro que los déspotas no temen una intervención real. Entonces, ¿por qué seguir perteneciendo a un sistema que no puede rendir cuentas ni a sí mismo?
¿Y cuáles son las implicaciones de simplemente irse?
La membresía solía traer beneficios tangibles, acceso preferencial al comercio, menos barreras y relaciones diplomáticas más sólidas. Más comercio implicaba más lazos, y más lazos (al menos en teoría) significaban menos conflictos. Existía una interdependencia y mecanismos para resolver disputas. Pero ¿qué ocurre cuando esos mecanismos ya no funcionan? Cuando las guerras siguen estallando, los conflictos comerciales se vuelven rutinarios y las denuncias se pierden entre la burocracia. Y, más importante aún, ¿qué significa cuando incluso el arquitecto del orden de posguerra, Estados Unidos, ya no parece tan comprometido con esas reglas fundacionales?
Mientras tanto, potencias emergentes como China están construyendo redes internacionales alternativas, formadas por estados cliente leales y bloques regionales, como la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Estas afiliaciones pronto podrían rivalizar o incluso superar a la ONU en relevancia y atractivo para los regímenes autoritarios.
Cuando se estableció el orden mundial posterior a la guerra, los términos eran claros, únete al club, sigue las reglas y serás recompensado. Desafíalas y pagarás las consecuencias. La membresía tenía privilegios, y salirse conllevaba costos reales. Ser expulsado era considerado un castigo diplomático mayor, y muchas naciones recién independizadas luchaban durante años para ser admitidas. Los países cumplían porque había mucho en juego. Muchos aún creen que esos costos existen, por eso se aferran. Pero algunos, como Nicaragua, y quizá otros más en el futuro, han comprendido que pueden simplemente marcharse. Y, francamente, la reacción global ha sido tibia…
La tiranía en Nicaragua
Los tiranos estelares, y esposos, Rosario Murillo y Daniel Ortega llevan casi dos décadas consolidando su poder. Su historia política no comenzó con su regreso al poder en 2007, se remonta más atrás. Ortega lideró Nicaragua en los años 80 como jefe del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), tras derrocar a la dictadura de Somoza. Siguieron una guerra civil sangrienta, una insurgencia financiada por EE. UU. (los Contras), y una derrota electoral en 1990. Pero Ortega jugaba a largo plazo, volvió, esta vez con Murillo a su lado. Ya escribí más sobre esto en 2022.
Esto convierte a Nicaragua en la tercera tiranía más duradera del hemisferio occidental, con 17 años en el poder, solo detrás de Cuba (66 años) y Venezuela (27).
A comienzos de este año, una reforma constitucional permitió que Nicaragua se convirtiera en el primer país del mundo moderno con un liderazgo compartido, o como se diría científicamente, un “ejecutivo dual formalizado”. Técnicamente, el cargo de vicepresidente aún existe en el papel, pero permanece vacante. No te apresures a enviar tu currículum, no parece que estén contratando.
Lo que siguió fue una serie de abusos internos y, en el ámbito internacional, un retiro deliberado de organismos, OIM, OIT, UNESCO, FAO e incluso el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. En apenas cinco meses, Ortega y Murillo cortaron lazos con instituciones que antes ofrecían supervisión, enviando un mensaje claro, “Ya no necesitamos el club”. En su lugar, se inclinan hacia redes alternativas, alineadas con China, que ofrecen recursos y reconocimiento sin la carga de la rendición de cuentas.
Entonces, ¿quién habla ahora en nombre del pueblo nicaragüense? ¿Quién defiende a sus ciudadanos? Esta situación desafía la capacidad de las instituciones internacionales. ¿Están realmente preparadas para los retos y complejidades de las crisis geopolíticas actuales? ¿O son reliquias del siglo XX tratando de resolver problemas del XXI?
¿Diseño institucional?
Los formuladores de políticas suelen decir que “el problema está en el diseño”, en el diseño institucional. Tal vez. Pero quizá también sea momento de recordar el concepto de la “fatal arrogancia” de Hayek, su advertencia sobre la presunción de que podemos diseñar soluciones políticas para realidades humanas complejas. Fue ingenuo pensar que estas instituciones durarían para siempre sin adaptarse.
Esto no significa que el orden global esté condenado a colapsar ni que la Tercera Guerra Mundial sea inminente. Pero las instituciones, como la naturaleza, deben adaptarse o morir. Y esa adaptación requiere restaurar la credibilidad, la relevancia y, sobre todo, la confianza.
La verdadera pregunta no es si estas instituciones pueden evolucionar. Es cómo. Mientras los líderes internacionales deliberan en sus sedes, los tiranos actúan. Y para cuando el club reaccione, puede que ya sea demasiado tarde.
¿Actuarán a tiempo?
