Un aullido en mi conciencia

Amaneció sin ganas, parecía que hasta el sol quería seguir durmiendo ese día, que transcurría en medio de la suave llovizna en que se había convertido el fuerte aguacero que cayó toda la noche.

Hacia un frío alcahuete, cómplice, que invitaba a no abandonar la vieja hamaca donde dormía, a no levantarme.

Mi viejo me pasó un café caliente, y luego atrapado por el frío y la pereza, se tiró sobre un saco de Fique. Estaba concentrado en las aves que volaban haciendo círculos en el cielo; Eran gallinazos, incluido uno con plumas blancas y cabeza descubierta que era el Rey.

Hacía dos días no encontraba a una de sus vacas que estaba a punto de parir y sospechaba que había malparido y la cría había muerto. Estaba muy angustiado y pendiente del movimiento de los goleros, así se les conoce a estas aves carroñeras en la zona, mi viejo no los perdía de vista.

Cuando el Rey, el de plumas blancas, muy parecido a un águila, se lanzó en picada hacia un paraje enmontado cerca del arroyo, el viejo no lo dudo, ahí debería estar su vaca.

Se puso de pie de inmediato, pero lo detuve y le comenté lo que viví dos días antes en el arroyo.

-Es muy posible, le dije, que la presencia de los gallinazos obedeciera a un mono aullador al que le disparé antes de ayer.

Y le conté la historia: había llovido dos días seguidos y el arroyo estaba desbordado por la enorme cantidad de agua que muy lentamente se desplazaba cauce abajo.

Había en la zona gran cantidad de conejos, proteína apetecida en la región. De hecho, mi tarea diaria era suministrar conejos a mi hermana para que los ahumara y lo sirviera desmechado y revuelto con huevo, a la familia, en el desayuno. Para ello disponía de una escopeta calibre 16 y suficiente munición. En el verano era más fácil atrapar a los conejos, al medio día el calor es tan fuerte, que se duermen profundamente y ni siquiera se percataban de nuestra presencia, y uno sencillamente les daba un golpe en la cabeza, no había necesidad de dispararles.

En cambio en el invierno, se esconden en la espesa vegetación y había que cazarlos de noche, al iluminarlos con linternas los ojos les brillan y delatan su ubicación.

Con la escopeta en la mano mirábamos como el agua del arroyo seguía lentamente su cauce. Al lado, un árbol grande y sombreado de Jobo era la casa perfecta para los monos aulladores; Solo ellos sabían desplazarse entre sus ramas sin que estas se quebraran, y comían sus frutos que en ese momento había en abundancia.

Por ser altamente territoriales, nuestra presencia los alarmó y comenzaron a tirarnos, inicialmente las semillas de los frutos que ya habían comido y cómo no nos fuimos, comenzaron a tirarnos caca.

Sabíamos por experiencia que si la caca de los monos nos alcanzaba, se nos llenaría el cuerpo de llagas, pero no cedimos y seguimos allí.

Entonces lo vi, era tan grande como un perro criollo, tenía unos colmillos agresivos de unos cinco centímetros y su melena rojiza que acompañaba sus ojos furiosos, lo hacían ver mucho más grande y agresivo de lo que era. En verdad infundía respeto y dejó claro que era su árbol y su manada y haría lo que fuera para defenderlos.

Se acercó lo que más pudo al lugar donde estábamos y lanzó un aullido amenazante mientras sacudía toda la rama, el resto de la manada lo acompañaba, pero más tímidamente, la mayoría eran hembras con sus crías. Entonces, tome una de las peores decisiones que he tomado en mi vida, aquella que transcurría sin prisa realizando la desagradable y triste tarea de matar conejos.

Esa idea plana y simplista que tenía de la vida, despertó mi envidia por la conducta del mono Alfa, cuya misión de defender solo con sus dientes la manada, no vacilo en dejárnoslo claro. Admire su decidido coraje y la belleza de su pelaje rojizo.

Tome la escopeta, logre contacto visual con él, que en ese momento estaba mucho más furioso, subí el gatillo, le apunté y dispare; El estampido sacudió la mañana, un grupo de pericos que comían en un cultivo de maíz cercano, se levantó huyendo y su algarabía ahogó la detonación. Siempre los ahuyentaban a punta de tiros.

El mono no cayó, quedo en una rama colgado de la cola, estaba muy mal herido y toda la manada vino en su rescate. Cómo pudo se incorporó con la ayuda de los otros monos; para entonces la llovizna ya no estaba y el sol comenzó a ganar espacio. El agua en el arroyo mantenía su nivel. Dos monos se hicieron al lado del mono Alfa y como en una coreografía previamente programada, colocaron sus manos sobre la herida y luego me las enseñaron llenas de sangre, mientras unas lágrimas rodaban por la cara de los dos acompañantes. El mono herido parecía que por su condición de líder le estaba prohibido llorar.

Un sentimiento de culpa recorrió mi cuerpo, no concebía tanta estupidez, tanta mezquindad. Ellos no representaban ningún peligro, todo lo contrario, alegraban con sus aullidos las mañanas en la finca y por ser tan quebradizas las ramas del Jobo, nunca podíamos recolectar sus deliciosos frutos. No había razón para atacarlos.

El mono se desprendió de la rama y cayó al agua del arroyo, se hundió unos segundos y luego volvió a salir agarrado de un tronco seco. Me miro largamente, como pidiéndome una explicación, parecía preguntarme, ¿por qué?, ¿qué te hice? Quizás entendió que iba a morir y le preocupaba quien se haría cargo de defender su familia.

Tome una rama grande y le ayude a salir del agua y con las pocas fuerzas que le quedaban me atacó. La manada se le unió nuevamente, mientras yo salí corriendo del lugar, huyendo; y desde entonces no he dejado de huir, de mi conciencia que me atormenta, de mi ligereza para hacerle daño a una familia de monos aulladores, y de mi impotencia de no poder hacer nada una vez que apreté el gatillo de la escopeta. Intentando escapar al sentimiento de culpa trate de convencerme que, así como mataba conejos para consumirlos, sacrificar un mono era algo normal, un conejo más, pero las manos de los monos untadas de sangre y sus lágrimas rodando por sus caras tristes estaban ahí, y ahora viven en mi mente, torturándome y muchas noches me despierta ese aullido lastimero que sigue allí, atrapado en mi conciencia.

Author

Jorge Barros

Periodista colombiano especializado en temas políticos y económicos. Escritor y director de la revista VISIÓN desde el año 2002.